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Pregunta

¿Qué dice la Biblia acerca de la tortura?

Respuesta


La tortura se puede definir como "la imposición de un dolor intenso con el fin de castigar, coaccionar o derivar placer sádico". Por supuesto, el sadismo nunca es apropiado ni justo, pero ¿qué hay del castigo o la coerción? ¿Existe algún momento en que infligir dolor esté justificado para castigar la maldad o para obtener una confesión? ¿Qué dice la Biblia al respecto?

La Biblia reconoce la existencia de la tortura. En una parábola, Jesús habló de un siervo que fue entregado "a los carceleros para que lo torturaran" (Mateo 18:34). Tal alusión parece indicar que el uso de la tortura era común en las prisiones de aquella época. La Biblia también registra la historia de muchas víctimas de tortura: Jesús, Pablo y Silas (Hechos 16), el profeta Jeremías (Jeremías 20:2; 38:6) y otros santos anónimos (Hebreos 11:35). En todos los casos, vemos que los piadosos son las víctimas de la tortura, nunca los que la infligen.

Como individuos, no debemos buscar venganza. La venganza pertenece únicamente al Señor (Salmo 94:1; Romanos 12:19). Asimismo, como individuos no tenemos autoridad para castigar a los malhechores de la sociedad ni para arrancar confesiones de ellos. Por lo tanto, como individuos, no tenemos licencia para torturar; infligir dolor intenso a otros es incorrecto. Solo Dios es capaz de aplicar castigo con perfecta justicia, y es prerrogativa Suya hacer que Su castigo sea doloroso. Los demonios saben de un tiempo futuro de "tormento" para ellos (Mateo 8:29). El infierno es un lugar de "tormento" y agonía intensa (Mateo 13:42; Lucas 16:23–24). Durante la Gran Tribulación, el tormento será parte de las plagas sobre los malvados (Apocalipsis 9:5; 11:10). En cualquiera de Sus juicios, Dios es santo y perfectamente justo (Salmo 119:137).

Ahora bien, consideremos el uso de la tortura en relación con la política gubernamental. Sabemos que Dios ha establecido a los gobiernos civiles y les ha encomendado mantener la justicia en este mundo (Romanos 13:1–5). "Pues [el gobernante] es para ti un ministro de Dios para bien... es un vengador que castiga al que practica lo malo" (versículo 4, NBLA). En otro lugar, Dios llama a jueces y magistrados "dioses"; es decir, su autoridad para impartir justicia proviene del mismo Dios (Salmo 82:1–4). Si fallan en su deber, ellos mismos serán juzgados por el Señor, el Juez de todos (versículos 7–8).

De modo que el gobierno lleva la responsabilidad de proteger a los buenos y castigar a los malos. ¿Qué métodos puede emplear al llevar a cabo esa responsabilidad? Más allá de la aprobación de la pena capital (Romanos 13:4; Génesis 9:6), la Biblia no dice nada más. La Biblia no condena ni aprueba explícitamente el uso de la tortura por parte de un gobierno.

Muchas preguntas pueden y deben plantearse: ¿Qué técnicas específicas se deben considerar "tortura"? ¿Dónde trazamos la línea? ¿Es la imposición de cualquier tipo de dolor inherentemente mala? ¿Y si no produce efectos físicos permanentes? ¿Es la privación del sueño tortura? ¿Qué hay de un cambio forzado en la dieta? ¿Debe considerarse la intimidación verbal como tortura psicológica?

¿Puede un gobierno, con el fin de proteger a sus ciudadanos respetuosos de la ley, recurrir a "interrogatorios altamente coercitivos" (el uso de técnicas fuertemente persuasivas para obtener información táctica)? ¿Y si estas técnicas no infligen dolor físico?

¿Qué ocurre si el objetivo de la tortura es prevenir una tragedia mayor? ¿Y si un prisionero retiene información que podría salvar la vida de una persona inocente? ¿Y si pudieran salvarse cien vidas? ¿Mil vidas? ¿Se debería amenazar a ese prisionero con dolor físico hasta que revele la información? ¿Y qué pasa si su información resulta ser incorrecta? ¿Y qué ocurre con los combatientes enemigos ilegales que, jurídicamente, no son prisioneros de guerra y, por tanto, no están amparados por las reglas de la Convención de Ginebra?

Todas estas son preguntas que la Biblia no aborda y que están fuera del alcance de este artículo, pero ponen de relieve la necesidad de orar "por los reyes y por todas las autoridades" (1 Timoteo 2:2, NBLA). Que nuestros gobernantes tengan la sabiduría para distinguir entre el bien y el mal y para impartir verdadera justicia.

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