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Pregunta

Si lucho con un pecado habitual, ¿significa eso que no estoy salvado?

Respuesta


En este lado del cielo, todo cristiano luchará con el pecado. El apóstol Juan escribe a los creyentes de todas las generaciones: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros” (1 Juan 1:8, ver también 1 Juan 1:10). Si los cristianos estuvieran destinados a nunca luchar con el pecado, entonces Jesús no habría enseñado a sus seguidores a orar, “y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12). La buena noticia es que, aunque aún pecamos, podemos confesar nuestros pecados al Señor, recibir Su perdón y limpieza, y permanecer en comunión con Dios (ver 1 Juan 1:9).

La Biblia muestra claramente que, después de la salvación, los cristianos continúan pecando. Nadie es perfecto. Santiago escribe, “Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, este es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo” (Santiago 3:2; ver también Filipenses 3:12; Santiago 3:8; 4:17). El autor de Hebreos describe la batalla del creyente con el pecado habitual y la necesidad de “despojarse de todo peso y del pecado que nos asedia” (Hebreos 12:1). En Romanos 7:14–25, el apóstol Pablo escribe abierta y honestamente acerca de su lucha con el pecado: “Mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (versículos 14-15).

El pecado habitual no nos hará perder nuestra salvación o nos mantendrá fuera del cielo, pero puede obstaculizar nuestra comunión con Dios si no confesamos humildemente y buscamos continuamente la restauración. Mientras luchamos con el pecado en nuestra vida cristiana, nunca debemos renunciar a la lucha o ceder a nuestros deseos pecaminosos. Si queremos estar adecuadamente armados para la batalla, ayuda entender qué nos pasa cuando somos salvados. Tan pronto como ponemos nuestra fe en Jesucristo y recibimos Su salvación, nos convertimos en nuevas criaturas en Jesucristo. Nuestra vieja vida de pecado ha muerto y ha comenzado una nueva vida (2 Corintios 5:17; Romanos 6:4). Al mismo tiempo, estamos comenzando un proceso de crecimiento espiritual llamado santificación.

En el momento de la salvación, Dios nos da el Espíritu Santo para iniciar una obra interna de conformarnos a la imagen de Su Hijo (ver Romanos 8:29; 1 Tesalonicenses 4:3). Él comienza a hacernos más y más como Jesús, y continúa la obra durante toda nuestra vida (Filipenses 1:6). Es una lenta progresión de “transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Corintios 3:18). El proceso no se completará hasta que veamos a Jesús cara a cara (1 Juan 3:2). Sólo entonces cesará nuestra lucha con el pecado.

Dios hace la obra, pero debemos someternos a Sus manos y cooperar con Él. (Mateo 26:41; Lucas 12:15; 1 Pedro 5:6–11; Santiago 4:7). Pablo anima a todos los creyentes a “proseguir hacia la meta” de la madurez cristiana (Filipenses 3:12–14). Persiguiendo un estilo de vida de pecado habitual impedirá nuestra capacidad de vivir en la luz, la gracia, y la libertad que Jesucristo quiso para nosotros (ver Romanos 6:11–14; 13:12–14). No podemos dejar que la culpa por el pecado nos saque de la lucha (Romanos 8:1–17), ni debemos permitir que la disposición graciosa de Dios para perdonar nuestros pecados nos adormezca en una apatía insensible, sintiendo que podemos seguir pecando (Romanos 6:1–14).

Juan insta, “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo. Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Juan 2:1-2).

Dios nos ha dado a Jesucristo para que abogue por nosotros. Incluso cuando hacemos todo lo posible por no pecar, a veces nos quedamos cortos. Cuando fracasamos, debemos recordar que no todo está perdido. Jesús está ante el Padre, pidiendo por nuestro caso. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Hebreos 4:15). Podemos acudir a Jesús y encontrar misericordia y gracia para ayudarnos en nuestra lucha contra el pecado habitual (ver Hebreos 4:16). Él pagó el precio y la pena por nuestros pecados, incluso aquellos cometidos después de que fuimos salvados (2 Corintios 5:21; Romanos 3:25; Colosenses 2:13–14; Hebreos 9:28; 1 Pedro 2:24).

La Escritura nos enseña a ser honestos con nosotros mismos y con Dios acerca de nuestra lucha contra el pecado, reconociendo que somos incapaces de superar la batalla en nuestra propia fuerza y poder. Sólo podemos ser victoriosos al confiar en el poder del Espíritu Santo de Dios, dejando que el Espíritu guíe nuestras vidas (Gálatas 5:16), caminando y viviendo por el Espíritu (Gálatas 5:25), intentando no sofocar la obra del Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19; Efesios 4:30) pero buscando en cambio ser llenados con el Espíritu, entregándonos totalmente a su control (Efesios 5:15–20).

Podemos pedirle al Señor que nos discipline de la manera necesaria para superar cualquier pecado habitual en nuestras vidas. Podemos ser inteligentes y estar en guardia en nuestra lucha con el pecado (2 Pedro 3:17; Romanos 6:12–14), resistiendo tentaciones (Hebreos 12:4; Santiago 4:7), evitando tentaciones (1 Tesalonicenses 5:22), apoyándonos en la Palabra de Dios (Mateo 4:4; 2 Timoteo 3:16), y buscando el camino de escape que Dios provee (1 Corintios 10:13). Puede tomar toda una vida, pero por la gracia de Dios, experimentaremos una continua y creciente victoria sobre el pecado.

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