Pregunta

¿Qué significa que somos hijos de Dios (1 Juan 3:1)?

Respuesta
Es el gran amor de Dios el que toma la iniciativa de hacernos hijos de Dios. Este derramamiento extravagante del amor de nuestro Padre celestial maravilló al apóstol Juan: "Miren cuán gran amor nos ha otorgado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios. Y eso somos" (1 Juan 3:1).

Ser hijos de Dios significa que hemos nacido en la familia de Dios. Nos convertimos en hijos de Dios a través de la fe en Jesucristo, lo que da como resultado un renacimiento espiritual: "pero a todos los que creyeron en él y lo recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios. Ellos nacen de nuevo, no mediante un nacimiento físico como resultado de la pasión o de la iniciativa humana, sino por medio de un nacimiento que proviene de Dios" (Juan 1:12-13, NTV; ver también Gálatas 3:26; 1 Juan 5:1).

Jesús enseñó que solo los hijos de Dios experimentan el nuevo nacimiento y la oportunidad de ver el reino de Dios (Juan 3:3). Cuando escuchamos el mensaje del evangelio, nos arrepentimos y confesamos nuestros pecados, y creemos en Jesucristo como Señor y Salvador, en ese momento nacemos en la familia de Dios. Nos convertimos en hijos de Dios y coherederos con Cristo de todo lo que hay en el reino de Dios por toda la eternidad (Efesios 1:13-14; Romanos 8:14-17). Todo lo que Dios le ha dado a Su Hijo en el reino nos pertenece también a nosotros como Sus hijos.

En la actualidad, solo tenemos un conocimiento limitado de lo que significa ser hijos de Dios: "ya somos hijos de Dios, pero él todavía no nos ha mostrado lo que seremos cuando Cristo venga; pero sí sabemos que seremos como él, porque lo veremos tal como él es. Y todos los que tienen esta gran expectativa se mantendrán puros, así como él es puro" (1 Juan 3:2-3, NTV). Cuando veamos a Jesús cara a cara, nuestra comprensión de lo que significa ser hijos de Dios se ampliará (2 Corintios 3:18). Sin embargo, Juan explicó que incluso una comprensión parcial de nuestra condición de hijos de Dios nos hará desear vivir una vida pura y santa.

Juan continuó con una exhortación desafiante sobre el pecado, concluyendo con estas declaraciones: "Los que han nacido en la familia de Dios no se caracterizan por practicar el pecado, porque la vida de Dios está en ellos. Así que no pueden seguir pecando, porque son hijos de Dios. Por lo tanto, podemos identificar quiénes son hijos de Dios y quiénes son hijos del diablo. Todo el que no se conduce con rectitud y no ama a los creyentes no pertenece a Dios" (1 Juan 3:9-10, NTV).

Como hijos de Dios, tenemos una nueva naturaleza [creada] en la justicia y santidad de la verdad" (Efesios 4:24). Contemplar quiénes somos como hijos de Dios nos llevará a pensar seriamente en cómo vivimos y a quién servimos. ¿Buscaremos una vida de santidad y obediencia a Dios y a Su Palabra, o adoptaremos una actitud indiferente hacia el pecado? ¿Serviremos a nuestro Padre celestial o a nuestra naturaleza pecaminosa, "que se corrompe según los deseos engañosos" (versículo 22)?

Los hijos del diablo (ver Juan 8:44) practican el pecado, pero Jesús vino para destruir las obras del diablo en la vida de los hijos de Dios (1 Juan 3:8). Como hijos de Dios, somos nuevas criaturas en Cristo (2 Corintios 5:17), guiados por el Espíritu Santo: "Pues todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios" (Romanos 8:14, NTV). Aunque a veces todavía pecamos, los hijos de Dios tenemos "un abogado que defiende nuestro caso ante el Padre. Es Jesucristo, el que es verdaderamente justo" (1 Juan 2:1, NTV). Jesucristo pagó el precio por nuestros pecados y nos restauró a una relación correcta con Dios (2 Corintios 5:21). Demostramos que somos hijos de Dios viviendo para agradar y obedecer a nuestro Padre celestial (practicando la justicia) y amando a nuestros hermanos y hermanas en la familia de Dios (1 Juan 3:10).

La salvación en Cristo se describe no solo como un renacimiento, sino también como una adopción: "Dios decidió de antemano adoptarnos como miembros de su familia al acercarnos a sí mismo por medio de Jesucristo. Eso es precisamente lo que él quería hacer, y le dio gran gusto hacerlo. De manera que alabamos a Dios por la abundante gracia que derramó sobre nosotros, los que pertenecemos a su Hijo amado" (Efesios 1:5-6, NTV; cf. Romanos 8:15; Gálatas 4:5).

Es difícil comprender plenamente el amor de nuestro Padre celestial, un amor que se deleita en transformar a pecadores rebeldes e indignos en hijos de Dios. A veces, como Juan, solo podemos maravillarnos de haber sido adoptados en la familia de Dios. Nuestra seguridad en la casa de Dios no depende de nuestro comportamiento ni de nuestro desempeño. Nuestra posición como hijos e hijas suyos se la debemos todo al amor misericordioso de nuestro Padre, que compró nuestra salvación mediante la sangre de Jesucristo.

Nuestra identidad como hijos de Dios está escondida en Jesucristo (Colosenses 3:3; Gálatas 3:26). Ya no somos huérfanos ni esclavos, sino hijos e hijas (Gálatas 4:4-7). Tenemos un buen padre que nos ama, nos cuida y provee nuestras necesidades por toda la eternidad. Nuestro propósito ahora, como hijos de Dios, es desarrollarnos hasta alcanzar nuestra estatura completa y nuestro potencial único, llegando a ser como Jesús: "Pues Dios conoció a los suyos de antemano y los eligió para que llegaran a ser como su Hijo, a fin de que su Hijo fuera el hijo mayor entre muchos hermanos" (Romanos 8:29, NTV).