Pregunta
¿Qué debemos aprender de la caída de los muros de Jericó?
Respuesta
La historia que se narra en Josué 6:1-27, acerca de la caída de los muros de Jericó, es un ejemplo vívido del poder milagroso de Dios. Pero más allá de eso, la destrucción total de Jericó nos enseña varias verdades importantes acerca de la gracia de Dios y nuestra salvación.
El pueblo de Israel acababa de cruzar el río Jordán y entrar en la tierra de Canaán (Josué 3:14-17). Esta era la tierra de leche y miel que Dios había prometido a Abraham más de 500 años antes (Deuteronomio 6:3, 32:49). Después de pasar cuarenta difíciles años vagando por el desierto del Sinaí, el pueblo de Israel se encontraba ahora en la orilla oriental del Jordán. Su reto: conquistar la tierra de Canaán, la Tierra Prometida. Sin embargo, su primer obstáculo era la ciudad de Jericó (Josué 6:1), una ciudad amurallada e impenetrable. Las excavaciones realizadas allí revelan que sus fortificaciones contaban con una muralla de piedra de 3,3 metros de alto y 4,2 metros de ancho. En la parte superior había una pendiente de piedra lisa, con una inclinación de 35 grados durante 10,6 metros, donde se unía a enormes muros de piedra que se elevaban aún más. Era prácticamente impenetrable.
En la guerra antigua, estas ciudades eran tomadas por asalto o rodeadas y sus habitantes eran sometidos por hambre. Los invasores podían intentar debilitar los muros de piedra con fuego o excavando túneles, o simplemente amontonando tierra para construir una rampa. Cada uno de estos métodos de asalto llevaba semanas o meses, y las fuerzas atacantes solían sufrir grandes pérdidas. Sin embargo, la estrategia para conquistar la ciudad de Jericó era única en dos aspectos. En primer lugar, la estrategia fue trazada por Dios mismo y, en segundo lugar, la estrategia era un plan aparentemente absurdo. Dios simplemente le dijo a Josué que hiciera que el pueblo marchara en silencio alrededor de Jericó durante seis días y que, después de siete vueltas el séptimo día, gritara.
Aunque parecía una locura, Josué siguió las instrucciones de Dios al pie de la letra. Cuando el pueblo finalmente gritó, las enormes murallas se derrumbaron al instante e Israel obtuvo una fácil victoria. De hecho, Dios les había entregado la ciudad de Jericó incluso antes de que comenzaran a marchar alrededor de sus muros (Josué 6:2, 16). Fue cuando el pueblo de Dios, por fe, siguió los mandamientos de Dios, que los muros de Jericó se derrumbaron (Josué 6:20).
El apóstol Pablo nos asegura: "Porque todo lo que fue escrito en tiempos pasados, para nuestra enseñanza se escribió, a fin de que por medio de la paciencia y del consuelo de las Escrituras tengamos esperanza" (Romanos 15:4). La descripción de la completa destrucción de Jericó se registró en las Escrituras para enseñarnos varias lecciones. La más importante es que la obediencia, incluso cuando las órdenes de Dios parecen absurdas, trae la victoria. Cuando nos enfrentamos a dificultades aparentemente insuperables, debemos aprender que nuestras victorias como la de Jericó solo se obtienen cuando nuestra obediencia fiel a Dios es completa (Hebreos 5:9; 1 Juan 2:3; 5:3).
Hay otras lecciones clave que debemos aprender de esta historia. En primer lugar, hay una gran diferencia entre el camino de Dios y el camino del hombre (Isaías 55:8-9). Aunque militarmente era irracional asaltar Jericó de la manera en que se hizo, nunca debemos cuestionar el propósito o las instrucciones de Dios. Debemos tener fe en que Dios es quien dice ser y que hará lo que dice que hará (Hebreos 10:23; 11:1).
En segundo lugar, el poder de Dios es sobrenatural, más allá de nuestra comprensión (Salmos 18:13-15; Daniel 4:35; Job 38:4-6). Las murallas de Jericó cayeron, y cayeron instantáneamente. Las murallas se derrumbaron por el puro poder de Dios.
En tercer lugar, existe una relación inquebrantable entre la gracia de Dios y nuestra fe y obediencia a Él. Las Escrituras dicen: "Por la fe cayeron los muros de Jericó, después de ser rodeados por siete días" (Hebreos 11:30). Aunque su fe había decaído con frecuencia en el pasado, en esta ocasión los hijos de Israel creyeron y confiaron en Dios y en Sus promesas. Así como ellos fueron salvos por la fe, nosotros también somos salvos hoy por la fe (Romanos 5:1; Juan 3:16-18). Sin embargo, la fe debe demostrarse con la obediencia. Los hijos de Israel tuvieron fe, obedecieron y las murallas de Jericó cayeron "por la fe" después de haberlas rodeado durante siete días seguidos. La fe salvífica nos impulsa a obedecer a Dios (Mateo 7:24-29; Hebreos 5:8-9; 1 Juan 2:3-5).
Además, la historia nos dice que Dios cumple Sus promesas (Josué 6:2, 20). Las murallas de Jericó cayeron porque Dios dijo que así sería. Las promesas que Dios nos hace hoy son igual de ciertas. Son igual de inquebrantables. Son sumamente grandes y maravillosamente preciosas (Hebreos 6:11-18; 10:36; Colosenses 3:24).
Por último, debemos aprender que la fe sin obras está muerta (Santiago 2:26). No basta con decir: "Creo en Dios", y luego vivir de manera impía. Si realmente creemos en Dios, nuestro deseo es obedecerle. Nuestra fe se pone en práctica. Hacemos todo lo posible por hacer exactamente lo que Dios dice y guardar Sus mandamientos. Josué y los israelitas cumplieron los mandamientos de Dios y conquistaron Jericó. Dios les dio la victoria sobre un enemigo que intentaba impedirles entrar en la Tierra Prometida. Lo mismo nos ocurre a nosotros hoy: si tenemos verdadera fe, nos sentimos impulsados a obedecer a Dios, y Dios nos da la victoria sobre los enemigos a los que nos enfrentamos a lo largo de la vida. La obediencia es la prueba clara de la fe. Nuestra fe es la prueba para los demás de que realmente creemos en Él. Podemos conquistar y salir victoriosos en la vida mediante la fe, una fe que obedece al Dios que nos da esa fe como un don gratuito (Efesios 2:8-9).
El pueblo de Israel acababa de cruzar el río Jordán y entrar en la tierra de Canaán (Josué 3:14-17). Esta era la tierra de leche y miel que Dios había prometido a Abraham más de 500 años antes (Deuteronomio 6:3, 32:49). Después de pasar cuarenta difíciles años vagando por el desierto del Sinaí, el pueblo de Israel se encontraba ahora en la orilla oriental del Jordán. Su reto: conquistar la tierra de Canaán, la Tierra Prometida. Sin embargo, su primer obstáculo era la ciudad de Jericó (Josué 6:1), una ciudad amurallada e impenetrable. Las excavaciones realizadas allí revelan que sus fortificaciones contaban con una muralla de piedra de 3,3 metros de alto y 4,2 metros de ancho. En la parte superior había una pendiente de piedra lisa, con una inclinación de 35 grados durante 10,6 metros, donde se unía a enormes muros de piedra que se elevaban aún más. Era prácticamente impenetrable.
En la guerra antigua, estas ciudades eran tomadas por asalto o rodeadas y sus habitantes eran sometidos por hambre. Los invasores podían intentar debilitar los muros de piedra con fuego o excavando túneles, o simplemente amontonando tierra para construir una rampa. Cada uno de estos métodos de asalto llevaba semanas o meses, y las fuerzas atacantes solían sufrir grandes pérdidas. Sin embargo, la estrategia para conquistar la ciudad de Jericó era única en dos aspectos. En primer lugar, la estrategia fue trazada por Dios mismo y, en segundo lugar, la estrategia era un plan aparentemente absurdo. Dios simplemente le dijo a Josué que hiciera que el pueblo marchara en silencio alrededor de Jericó durante seis días y que, después de siete vueltas el séptimo día, gritara.
Aunque parecía una locura, Josué siguió las instrucciones de Dios al pie de la letra. Cuando el pueblo finalmente gritó, las enormes murallas se derrumbaron al instante e Israel obtuvo una fácil victoria. De hecho, Dios les había entregado la ciudad de Jericó incluso antes de que comenzaran a marchar alrededor de sus muros (Josué 6:2, 16). Fue cuando el pueblo de Dios, por fe, siguió los mandamientos de Dios, que los muros de Jericó se derrumbaron (Josué 6:20).
El apóstol Pablo nos asegura: "Porque todo lo que fue escrito en tiempos pasados, para nuestra enseñanza se escribió, a fin de que por medio de la paciencia y del consuelo de las Escrituras tengamos esperanza" (Romanos 15:4). La descripción de la completa destrucción de Jericó se registró en las Escrituras para enseñarnos varias lecciones. La más importante es que la obediencia, incluso cuando las órdenes de Dios parecen absurdas, trae la victoria. Cuando nos enfrentamos a dificultades aparentemente insuperables, debemos aprender que nuestras victorias como la de Jericó solo se obtienen cuando nuestra obediencia fiel a Dios es completa (Hebreos 5:9; 1 Juan 2:3; 5:3).
Hay otras lecciones clave que debemos aprender de esta historia. En primer lugar, hay una gran diferencia entre el camino de Dios y el camino del hombre (Isaías 55:8-9). Aunque militarmente era irracional asaltar Jericó de la manera en que se hizo, nunca debemos cuestionar el propósito o las instrucciones de Dios. Debemos tener fe en que Dios es quien dice ser y que hará lo que dice que hará (Hebreos 10:23; 11:1).
En segundo lugar, el poder de Dios es sobrenatural, más allá de nuestra comprensión (Salmos 18:13-15; Daniel 4:35; Job 38:4-6). Las murallas de Jericó cayeron, y cayeron instantáneamente. Las murallas se derrumbaron por el puro poder de Dios.
En tercer lugar, existe una relación inquebrantable entre la gracia de Dios y nuestra fe y obediencia a Él. Las Escrituras dicen: "Por la fe cayeron los muros de Jericó, después de ser rodeados por siete días" (Hebreos 11:30). Aunque su fe había decaído con frecuencia en el pasado, en esta ocasión los hijos de Israel creyeron y confiaron en Dios y en Sus promesas. Así como ellos fueron salvos por la fe, nosotros también somos salvos hoy por la fe (Romanos 5:1; Juan 3:16-18). Sin embargo, la fe debe demostrarse con la obediencia. Los hijos de Israel tuvieron fe, obedecieron y las murallas de Jericó cayeron "por la fe" después de haberlas rodeado durante siete días seguidos. La fe salvífica nos impulsa a obedecer a Dios (Mateo 7:24-29; Hebreos 5:8-9; 1 Juan 2:3-5).
Además, la historia nos dice que Dios cumple Sus promesas (Josué 6:2, 20). Las murallas de Jericó cayeron porque Dios dijo que así sería. Las promesas que Dios nos hace hoy son igual de ciertas. Son igual de inquebrantables. Son sumamente grandes y maravillosamente preciosas (Hebreos 6:11-18; 10:36; Colosenses 3:24).
Por último, debemos aprender que la fe sin obras está muerta (Santiago 2:26). No basta con decir: "Creo en Dios", y luego vivir de manera impía. Si realmente creemos en Dios, nuestro deseo es obedecerle. Nuestra fe se pone en práctica. Hacemos todo lo posible por hacer exactamente lo que Dios dice y guardar Sus mandamientos. Josué y los israelitas cumplieron los mandamientos de Dios y conquistaron Jericó. Dios les dio la victoria sobre un enemigo que intentaba impedirles entrar en la Tierra Prometida. Lo mismo nos ocurre a nosotros hoy: si tenemos verdadera fe, nos sentimos impulsados a obedecer a Dios, y Dios nos da la victoria sobre los enemigos a los que nos enfrentamos a lo largo de la vida. La obediencia es la prueba clara de la fe. Nuestra fe es la prueba para los demás de que realmente creemos en Él. Podemos conquistar y salir victoriosos en la vida mediante la fe, una fe que obedece al Dios que nos da esa fe como un don gratuito (Efesios 2:8-9).