Pregunta

¿Cuándo la higiene cruza la línea y se convierte en vanidad?

Respuesta
La imagen corporal y la salud son temas de gran discusión en nuestra cultura, y puede ser difícil saber cómo cuidar nuestros cuerpos sin permitir que se conviertan en nuestros ídolos. Lo más importante que debemos recordar es que el cuerpo de un cristiano es el templo de Dios; Su Espíritu Santo habita en nosotros. Pablo escribe: "¿O no saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en ustedes, el cual tienen de Dios, y que ustedes no se pertenecen a sí mismos? Porque han sido comprados por un precio. Por tanto, glorifiquen a Dios en su cuerpo" (1 Corintios 6:19–20, NBLA). Antes había escrito: "¿No saben que ustedes son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y eso es lo que ustedes son" (1 Corintios 3:16-17, NBLA).

Claramente, somos llamados a cuidar de nuestros cuerpos físicos. Fuimos creados físicamente por Dios y llamados a honrarlo físicamente. Dicho esto, nuestra higiene es importante para Dios. El Antiguo Testamento está lleno de referencias al lavado de manos y pies, al lavado de la ropa, a lavarse antes de comer, etc. Los lavamientos rituales eran recordatorios de que el pueblo no debía acercarse a la presencia de Dios sin lavar el polvo y la suciedad del mundo de sus cuerpos. El tabernáculo en el desierto incluía una fuente para que los sacerdotes se lavaran antes de servir al Señor (Éxodo 30:18). Incluso Jesús lavó los pies de los discípulos en la Última Cena, aunque esto fue más una enseñanza sobre el servicio que sobre la limpieza.

El lavado se usa en el Nuevo Testamento para representar una limpieza espiritual del pecado que solo está disponible a través de Cristo. Efesios 5:26 nos dice que Cristo limpió a la iglesia—a todos los que creen en Él para salvación—"habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra" (NBLA). Aquí vemos la imagen de la limpieza espiritual interna que la Palabra de Dios provee para nosotros. El nuevo nacimiento que todos los cristianos experimentan se representa como un lavamiento y una renovación por el Espíritu Santo (Tito 3:5). Así que es claro que el lavado y la limpieza interior son temas importantes en la Biblia.

Pero, ¿qué pasa con el lavado y la higiene como un acto físico, y no espiritual? Hay una línea entre la higiene y la vanidad que puede volverse borrosa con facilidad, especialmente en una cultura tan motivada por la belleza exterior. ¿Cómo administramos nuestros cuerpos como templos del Espíritu Santo sin volvernos vanidosos? Lo más importante es vigilar la condición del corazón. Si vemos nuestro valor en términos de belleza física, estamos perdiendo el enfoque. Nuestro valor radica en lo que Dios ha hecho por nosotros, limpiándonos interiormente del pecado, no en cuánto limpiamos y lavamos nuestro exterior. Nuestros corazones reflejan la persona en la que nos hemos convertido: nuevas criaturas en Cristo (2 Corintios 5:17). Es importante recordar que el hombre mira la apariencia exterior, pero Dios mira el corazón (1 Samuel 16:7). Proverbios 31:30 dice: "Engañosa es la gracia y vana la belleza, pero la mujer que teme al Señor, esa será alabada" (NBLA). Dios no condena la belleza ni el cuidado del cuerpo, sino que simplemente afirma que el cuerpo (o la belleza terrenal) no es lo más importante. Debemos cuidar nuestros cuerpos para mantenerlos en buen estado y así ser útiles para Dios y Su pueblo, y esto ciertamente incluye la higiene. Pero 1 Timoteo 4:8 nos recuerda: "Porque el ejercicio físico aprovecha poco, pero la piedad es provechosa para todo, pues tiene promesa para la vida presente y también para la futura" (NBLA).

Como muchas cosas en la vida, practicar la higiene evitando la vanidad es algo que requiere oración y, quizás, un esfuerzo consciente diario. Si nuestros corazones están enfocados en Dios, no nos equivocaremos. Debemos buscarlo; confiar en Él para nuestras necesidades; deleitarnos en la belleza interior que Él nos ha dado; y administrar nuestros cuerpos como Sus siervos, no como si fueran nuestros. Cuando buscamos primero a Dios y permanecemos en Él, aprenderemos a escucharlo y obedecerlo. Al hacer esto, cuidaremos los cuerpos que Él nos ha dado sin permitir que nuestros cuerpos nos dominen.