Pregunta
¿Debe la iglesia involucrarse en causas y asuntos sociales?
Respuesta
Este tema genera mucha controversia dentro de la comunidad cristiana. Hay posturas muy marcadas en ambos extremos, sostenidas con convicción por quienes consideran que su posición es la verdaderamente "cristiana". Por un lado, están quienes dedican muchas horas a escribir a sus congresistas, protestar frente a clínicas de aborto, hacer campaña por candidatos conservadores y utilizar todos los medios disponibles para influir en el gobierno y promover una visión cristiana del mundo. En el extremo opuesto están quienes adoptan como lema las palabras de Jesús: "Mi reino no es de este mundo" (Juan 18:36), y se abstienen de votar o participar en cualquier esfuerzo por influir en la cultura actual.
No cabe duda de que debemos ser buenos ciudadanos. Romanos 13:1 nos dice: "Sométase toda persona a las autoridades que gobiernan. Porque no hay autoridad sino de Dios, y las que existen, por Dios son constituidas". Los cristianos deben ser ejemplares en su obediencia a las leyes del país, eligiendo desobedecer únicamente aquellas normas que contradigan directamente la Palabra revelada de Dios. El aborto, por ejemplo, puede ser una abominación, pero en la mayoría de los países occidentales nadie está obligado por el gobierno a abortar, como sí ocurre en China. Los cristianos chinos que desobedecen la ley y se niegan a abortar están cumpliendo con los mandamientos bíblicos: "escoge, pues, la vida" (Deuteronomio 30:19) y "no matarás" (Romanos 13:9), obedeciendo así a Dios antes que a los hombres. Pero este tipo de situaciones son muy poco frecuentes en la cultura occidental contemporánea.
Quizá la mejor manera de comprender nuestra responsabilidad en el ámbito social y cultural sea mirar el ejemplo de Jesús. Él vivió en una de las sociedades más corruptas de la historia, y aun así mantuvo de forma perfecta la perspectiva de Su Padre respecto a los asuntos sociales y políticos. Vivió en una cultura tan pagana y corrupta como la actual. Crueles tiranos gobernaban la región, la esclavitud era una institución arraigada, y la opresión legal y económica que sufrían los judíos bajo el dominio romano era generalizada, superando incluso la que vivimos hoy. Sin embargo, frente a tal tiranía, Jesús nunca hizo un llamado al cambio político, ni siquiera de forma pacífica. Nunca trató de "tomar la cultura" para imponer la moral bíblica. No vino al mundo para ser un reformador social o político, sino para establecer un nuevo orden espiritual. Su misión no era moralizar el orden existente mediante reformas sociales o gubernamentales, sino transformar a las personas —Su pueblo— en nuevas criaturas, santas, por medio del poder salvador del evangelio y la obra transformadora del Espíritu Santo. Jesús comprendía lo que muchos hoy no entienden: los gobiernos y las instituciones están formados por personas. Cuando los corazones de las personas son transformados por Cristo, entonces los gobiernos e instituciones reflejarán esa piedad. Pero si los corazones están corrompidos, reunir a esas personas solo multiplica la corrupción. No necesitamos mejores gobiernos, sino hombres y mujeres transformados por Dios dentro del gobierno.
Entonces, ¿qué debe hacer el cristiano? ¿Puede abstenerse por completo de participar en esfuerzos sociales o políticos para influir en la cultura? Por supuesto, si su conciencia así lo dicta y su motivación es sincera, y no simplemente un intento de parecer más santo que quienes sí participan. El orgullo es muchas veces el fruto de retirarse completamente del entorno cultural. Estamos llamados a estar en el mundo, pero no ser del mundo, y parte de esa presencia implica reflejar a Cristo ante los demás y vivir el amor cristiano entre nosotros.
¿Podemos protestar, hacer campaña o presionar a nuestros líderes en asuntos que nos preocupan? Sí, siempre y cuando no olvidemos el objetivo final: ganar almas para Cristo. Con demasiada frecuencia, ese objetivo y las actividades descritas anteriormente entran en conflicto. Pensemos, por ejemplo, en el grupo extremista de Kansas que acude a funerales de personas homosexuales con pancartas que dicen: "Dios odia a los homosexuales" o "arderás en el infierno". ¿Qué posibilidades hay de que semejante comportamiento cruel y despiadado convenza a los incrédulos de que servimos a un Dios misericordioso que perdona el pecado? Esa clase de activismo no promueve la causa de Cristo, por muy buenas que sean las intenciones. Incluso los esfuerzos más amables por "limpiar la cultura" no garantizarán la expansión del evangelio. Nuestra lucha es espiritual, contra ideologías y filosofías del mundo que se oponen a Dios, y la única arma eficaz es la Palabra de Dios. Como escribió el apóstol Pablo: "Pues aunque andamos en la carne, no luchamos según la carne. Porque las armas de nuestra contienda no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo especulaciones y todo razonamiento altivo que se levanta contra el conocimiento de Dios, y poniendo todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo" (2 Corintios 10:3-5).
La situación del cristiano en el mundo puede ilustrarse con la imagen de una estación de tren. Nosotros, los cristianos, estamos esperando abordar el tren que va al norte (al cielo). A nuestro alrededor hay personas preparándose para subir al tren que va al sur, sin saber cuál es su trágico destino. ¿Deberíamos gastar nuestro tiempo y energía tratando de convencerlos de cambiar de tren? ¿O limitarnos a embellecer la estación? La respuesta es obvia. Aquellos que quieren "ordenar la cultura" por el bien de la cultura están perdiendo el propósito y malinterpretando la razón por la cual Dios nos deja en este mundo: ser Sus testigos ante los perdidos y condenados. Esa misión es mucho más "[buena] y [útil] para los hombres" (Tito 3:8) que cualquier tipo de activismo social o político.
No cabe duda de que debemos ser buenos ciudadanos. Romanos 13:1 nos dice: "Sométase toda persona a las autoridades que gobiernan. Porque no hay autoridad sino de Dios, y las que existen, por Dios son constituidas". Los cristianos deben ser ejemplares en su obediencia a las leyes del país, eligiendo desobedecer únicamente aquellas normas que contradigan directamente la Palabra revelada de Dios. El aborto, por ejemplo, puede ser una abominación, pero en la mayoría de los países occidentales nadie está obligado por el gobierno a abortar, como sí ocurre en China. Los cristianos chinos que desobedecen la ley y se niegan a abortar están cumpliendo con los mandamientos bíblicos: "escoge, pues, la vida" (Deuteronomio 30:19) y "no matarás" (Romanos 13:9), obedeciendo así a Dios antes que a los hombres. Pero este tipo de situaciones son muy poco frecuentes en la cultura occidental contemporánea.
Quizá la mejor manera de comprender nuestra responsabilidad en el ámbito social y cultural sea mirar el ejemplo de Jesús. Él vivió en una de las sociedades más corruptas de la historia, y aun así mantuvo de forma perfecta la perspectiva de Su Padre respecto a los asuntos sociales y políticos. Vivió en una cultura tan pagana y corrupta como la actual. Crueles tiranos gobernaban la región, la esclavitud era una institución arraigada, y la opresión legal y económica que sufrían los judíos bajo el dominio romano era generalizada, superando incluso la que vivimos hoy. Sin embargo, frente a tal tiranía, Jesús nunca hizo un llamado al cambio político, ni siquiera de forma pacífica. Nunca trató de "tomar la cultura" para imponer la moral bíblica. No vino al mundo para ser un reformador social o político, sino para establecer un nuevo orden espiritual. Su misión no era moralizar el orden existente mediante reformas sociales o gubernamentales, sino transformar a las personas —Su pueblo— en nuevas criaturas, santas, por medio del poder salvador del evangelio y la obra transformadora del Espíritu Santo. Jesús comprendía lo que muchos hoy no entienden: los gobiernos y las instituciones están formados por personas. Cuando los corazones de las personas son transformados por Cristo, entonces los gobiernos e instituciones reflejarán esa piedad. Pero si los corazones están corrompidos, reunir a esas personas solo multiplica la corrupción. No necesitamos mejores gobiernos, sino hombres y mujeres transformados por Dios dentro del gobierno.
Entonces, ¿qué debe hacer el cristiano? ¿Puede abstenerse por completo de participar en esfuerzos sociales o políticos para influir en la cultura? Por supuesto, si su conciencia así lo dicta y su motivación es sincera, y no simplemente un intento de parecer más santo que quienes sí participan. El orgullo es muchas veces el fruto de retirarse completamente del entorno cultural. Estamos llamados a estar en el mundo, pero no ser del mundo, y parte de esa presencia implica reflejar a Cristo ante los demás y vivir el amor cristiano entre nosotros.
¿Podemos protestar, hacer campaña o presionar a nuestros líderes en asuntos que nos preocupan? Sí, siempre y cuando no olvidemos el objetivo final: ganar almas para Cristo. Con demasiada frecuencia, ese objetivo y las actividades descritas anteriormente entran en conflicto. Pensemos, por ejemplo, en el grupo extremista de Kansas que acude a funerales de personas homosexuales con pancartas que dicen: "Dios odia a los homosexuales" o "arderás en el infierno". ¿Qué posibilidades hay de que semejante comportamiento cruel y despiadado convenza a los incrédulos de que servimos a un Dios misericordioso que perdona el pecado? Esa clase de activismo no promueve la causa de Cristo, por muy buenas que sean las intenciones. Incluso los esfuerzos más amables por "limpiar la cultura" no garantizarán la expansión del evangelio. Nuestra lucha es espiritual, contra ideologías y filosofías del mundo que se oponen a Dios, y la única arma eficaz es la Palabra de Dios. Como escribió el apóstol Pablo: "Pues aunque andamos en la carne, no luchamos según la carne. Porque las armas de nuestra contienda no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas; destruyendo especulaciones y todo razonamiento altivo que se levanta contra el conocimiento de Dios, y poniendo todo pensamiento en cautiverio a la obediencia de Cristo" (2 Corintios 10:3-5).
La situación del cristiano en el mundo puede ilustrarse con la imagen de una estación de tren. Nosotros, los cristianos, estamos esperando abordar el tren que va al norte (al cielo). A nuestro alrededor hay personas preparándose para subir al tren que va al sur, sin saber cuál es su trágico destino. ¿Deberíamos gastar nuestro tiempo y energía tratando de convencerlos de cambiar de tren? ¿O limitarnos a embellecer la estación? La respuesta es obvia. Aquellos que quieren "ordenar la cultura" por el bien de la cultura están perdiendo el propósito y malinterpretando la razón por la cual Dios nos deja en este mundo: ser Sus testigos ante los perdidos y condenados. Esa misión es mucho más "[buena] y [útil] para los hombres" (Tito 3:8) que cualquier tipo de activismo social o político.