Pregunta
¿Cuál es la diferencia entre justicia y santidad?
Respuesta
La justicia y la santidad son dos palabras que describen estados de excelencia moral. Hay una ligera diferencia entre los dos conceptos. La definición del Diccionario Oxford de santidad es "el estado de ser santo", y la definición de santo es "dedicado o consagrado a Dios o a un propósito religioso; sagrado" o "moral y espiritualmente excelente". La definición de "justicia" es "la cualidad de ser moralmente correcto o justificable", y la definición de "justo" es "moralmente correcto o justificable; virtuoso". Por lo tanto, la justicia es la condición de ser probado o declarado moralmente excelente, mientras que la santidad es la condición de estar consagrado o dedicado a la excelencia moral.
Piénsalo de esta manera: una bailarina que baila para el Ballet de la Ciudad de Nueva York ha sido declarada lo suficientemente buena como para formar parte de esa compañía. Desde muy joven, se ha dedicado a ese propósito, a perfeccionar sus habilidades, y sigue practicando y mejorando mientras baila. En esta analogía, la justicia es la posición de la bailarina en la compañía de ballet. Se le ha dado un puesto, se han aprobado sus talentos y pertenece a la compañía. La santidad es la dedicación y devoción de la bailarina a su arte. Todo en su vida —lo que come, a quién conoce, cómo gasta su tiempo y su dinero— se somete a este propósito.
Para algunos, términos como justicia y santidad pueden resultar un poco intimidantes. Pensamos: "Pero yo no soy así", o nos preguntamos cómo podemos ser pecadores y al mismo tiempo santos o justos. Muchas personas prueban miedo y dudas que provienen de la idea de que necesitamos "limpiarnos" o ser "suficientemente buenos" antes de acercarnos a Dios. Esta confusión es natural, teniendo en cuenta la estricta definición de justicia y santidad. Queremos ser aprobados e incluidos, pero a menudo sentimos que nuestras "habilidades espirituales para bailar" no están a la altura, y que nunca lo estarán.
La Biblia nos da esperanza. No estamos abandonados a nuestra suerte para alcanzar la justicia y la santidad. Todo lo contrario. De hecho, abandonados a nosotros mismos, nunca alcanzaríamos esos estados. Veamos primero la justicia y luego la santidad.
La historia de la justicia comienza realmente con un hombre llamado Abram en la antigua ciudad de Ur, en Mesopotamia (actual Irak). Dios llamó a Abram para que dejara su país, su pueblo y la casa de su padre y se fuera a la tierra que Él le mostraría. Dios prometió convertir a Abram en una gran nación y bendecir a las naciones del mundo a través de él (Génesis 12:1-3). Con fe, Abram reunió a su familia y se marchó. Varios años después, Dios le dijo a Abram: "No temas, Abram, Yo soy un escudo para ti; tu recompensa será muy grande" (Génesis 15:1). Abram preguntó qué podía darle Dios, ya que aún no tenía hijos. Dios le prometió de nuevo un heredero y una descendencia tan numerosa como las estrellas (Génesis 15:2-5). "Y Abram creyó en el Señor, y Él se lo reconoció por justicia" (Génesis 15:6).
¿Qué había de "moralmente excelente" o justo en el hecho de que Abram creyera en Dios? No había sacrificado nada a Dios. No había realizado ninguna obra poderosa en nombre de Dios. Ni siquiera había confiado plenamente en Dios en el viaje hasta ese momento (ver Génesis 12:11-20). No había hecho nada más que escuchar las palabras de Dios y aceptarlas como verdaderas. Y por eso Abram fue considerado justo a los ojos de Dios. Si volvemos a la definición de justicia, "la cualidad de ser moralmente correcto o justificable", queda claro que este incidente sentó las bases de la justificación por la fe, un concepto que se explora muchas más veces a lo largo de las Escrituras (Romanos 4; Gálatas 3; Santiago 2:23).
Gálatas 3:7-9 vincula a todos los que tienen fe en Cristo con su predecesor en la fe, Abraham: "Por tanto, sepan que los que son de fe, estos son hijos de Abraham. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. Así que, los que son de la fe son bendecidos con Abraham, el creyente". Todos los que tienen fe en Cristo son justos a los ojos de Dios, independientemente de su nacionalidad (Gálatas 3:26-29). "Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:8-9). Pablo explica: "Al que no conoció pecado [Jesús], lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él" (2 Corintios 5:21). Es por la obra de Jesús en la cruz que somos hechos justos, y por la fe somos justificados, o declarados justos, ante Dios.
Ahora bien, ¿qué hay de la santidad? La Biblia dice que "sin santidad nadie verá al Señor" (Hebreos 12:14). Zacarías, el padre de Juan el Bautista, alabó a Dios por enviar al Mesías, diciendo, en parte, que Jesús nos libraría "de la mano de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, en santidad y justicia delante de Él, todos nuestros días" (Lucas 1:74). El apóstol Pedro escribió: "sino que así como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: Sean santos, porque Yo soy santo" (1 Pedro 1:15-16). Efesios 4 explica que debemos despojarnos del viejo hombre, "que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad" (Efesios 4:22-24).
Al igual que la justicia, la santidad es un don de Dios. El proceso de llegar a ser santos se llama santificación, y Dios promete completar Su santificación en nosotros gracias a la obra de Cristo en la cruz. El autor de Hebreos explica la santificación posicional: "Por esa voluntad [la de Dios] hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo ofrecida una vez para siempre", y también alude a la santificación progresiva, hablando de "los que son santificados" (Hebreos 10:10, 14). Somos perfeccionados y santificados por un solo acontecimiento: la expiación sustitutiva de Cristo en la cruz por nuestros pecados. A medida que vivimos nuestras vidas en Cristo, nuestra santidad aumenta al rendirnos a la obra del Espíritu Santo en nosotros y seguir este mandato: "ocúpense en su salvación con temor y temblor. Porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención" (Filipenses 2:12-13; ver también Romanos 12:1-2; Hebreos 12:1-2).
Piénsalo de esta manera: una bailarina que baila para el Ballet de la Ciudad de Nueva York ha sido declarada lo suficientemente buena como para formar parte de esa compañía. Desde muy joven, se ha dedicado a ese propósito, a perfeccionar sus habilidades, y sigue practicando y mejorando mientras baila. En esta analogía, la justicia es la posición de la bailarina en la compañía de ballet. Se le ha dado un puesto, se han aprobado sus talentos y pertenece a la compañía. La santidad es la dedicación y devoción de la bailarina a su arte. Todo en su vida —lo que come, a quién conoce, cómo gasta su tiempo y su dinero— se somete a este propósito.
Para algunos, términos como justicia y santidad pueden resultar un poco intimidantes. Pensamos: "Pero yo no soy así", o nos preguntamos cómo podemos ser pecadores y al mismo tiempo santos o justos. Muchas personas prueban miedo y dudas que provienen de la idea de que necesitamos "limpiarnos" o ser "suficientemente buenos" antes de acercarnos a Dios. Esta confusión es natural, teniendo en cuenta la estricta definición de justicia y santidad. Queremos ser aprobados e incluidos, pero a menudo sentimos que nuestras "habilidades espirituales para bailar" no están a la altura, y que nunca lo estarán.
La Biblia nos da esperanza. No estamos abandonados a nuestra suerte para alcanzar la justicia y la santidad. Todo lo contrario. De hecho, abandonados a nosotros mismos, nunca alcanzaríamos esos estados. Veamos primero la justicia y luego la santidad.
La historia de la justicia comienza realmente con un hombre llamado Abram en la antigua ciudad de Ur, en Mesopotamia (actual Irak). Dios llamó a Abram para que dejara su país, su pueblo y la casa de su padre y se fuera a la tierra que Él le mostraría. Dios prometió convertir a Abram en una gran nación y bendecir a las naciones del mundo a través de él (Génesis 12:1-3). Con fe, Abram reunió a su familia y se marchó. Varios años después, Dios le dijo a Abram: "No temas, Abram, Yo soy un escudo para ti; tu recompensa será muy grande" (Génesis 15:1). Abram preguntó qué podía darle Dios, ya que aún no tenía hijos. Dios le prometió de nuevo un heredero y una descendencia tan numerosa como las estrellas (Génesis 15:2-5). "Y Abram creyó en el Señor, y Él se lo reconoció por justicia" (Génesis 15:6).
¿Qué había de "moralmente excelente" o justo en el hecho de que Abram creyera en Dios? No había sacrificado nada a Dios. No había realizado ninguna obra poderosa en nombre de Dios. Ni siquiera había confiado plenamente en Dios en el viaje hasta ese momento (ver Génesis 12:11-20). No había hecho nada más que escuchar las palabras de Dios y aceptarlas como verdaderas. Y por eso Abram fue considerado justo a los ojos de Dios. Si volvemos a la definición de justicia, "la cualidad de ser moralmente correcto o justificable", queda claro que este incidente sentó las bases de la justificación por la fe, un concepto que se explora muchas más veces a lo largo de las Escrituras (Romanos 4; Gálatas 3; Santiago 2:23).
Gálatas 3:7-9 vincula a todos los que tienen fe en Cristo con su predecesor en la fe, Abraham: "Por tanto, sepan que los que son de fe, estos son hijos de Abraham. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano las buenas nuevas a Abraham, diciendo: En ti serán benditas todas las naciones. Así que, los que son de la fe son bendecidos con Abraham, el creyente". Todos los que tienen fe en Cristo son justos a los ojos de Dios, independientemente de su nacionalidad (Gálatas 3:26-29). "Porque por gracia ustedes han sido salvados por medio de la fe, y esto no procede de ustedes, sino que es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe" (Efesios 2:8-9). Pablo explica: "Al que no conoció pecado [Jesús], lo hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él" (2 Corintios 5:21). Es por la obra de Jesús en la cruz que somos hechos justos, y por la fe somos justificados, o declarados justos, ante Dios.
Ahora bien, ¿qué hay de la santidad? La Biblia dice que "sin santidad nadie verá al Señor" (Hebreos 12:14). Zacarías, el padre de Juan el Bautista, alabó a Dios por enviar al Mesías, diciendo, en parte, que Jesús nos libraría "de la mano de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor, en santidad y justicia delante de Él, todos nuestros días" (Lucas 1:74). El apóstol Pedro escribió: "sino que así como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir. Porque escrito está: Sean santos, porque Yo soy santo" (1 Pedro 1:15-16). Efesios 4 explica que debemos despojarnos del viejo hombre, "que se corrompe según los deseos engañosos, y que sean renovados en el espíritu de su mente, y se vistan del nuevo hombre, el cual, en la semejanza de Dios, ha sido creado en la justicia y santidad de la verdad" (Efesios 4:22-24).
Al igual que la justicia, la santidad es un don de Dios. El proceso de llegar a ser santos se llama santificación, y Dios promete completar Su santificación en nosotros gracias a la obra de Cristo en la cruz. El autor de Hebreos explica la santificación posicional: "Por esa voluntad [la de Dios] hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo ofrecida una vez para siempre", y también alude a la santificación progresiva, hablando de "los que son santificados" (Hebreos 10:10, 14). Somos perfeccionados y santificados por un solo acontecimiento: la expiación sustitutiva de Cristo en la cruz por nuestros pecados. A medida que vivimos nuestras vidas en Cristo, nuestra santidad aumenta al rendirnos a la obra del Espíritu Santo en nosotros y seguir este mandato: "ocúpense en su salvación con temor y temblor. Porque Dios es quien obra en ustedes tanto el querer como el hacer, para Su buena intención" (Filipenses 2:12-13; ver también Romanos 12:1-2; Hebreos 12:1-2).