Pregunta
¿Qué significa apagar el Espíritu Santo (1 Tesalonicenses 5:19)?
Respuesta
Las instrucciones finales del apóstol Pablo a la iglesia de Tesalónica subrayan la responsabilidad del creyente de guardar su propia integridad espiritual con este mandamiento: "No apaguen el Espíritu" (1 Tesalonicenses 5:19-21, NBLA).
En el texto original, el verbo "apagar" que se utiliza aquí habla de suprimir el fuego o sofocar una llama. El Espíritu Santo es como un fuego que mora en cada creyente. Cuando Pablo escribe: "No apaguen el Espíritu", está advirtiendo a los cristianos que no suprimamos el fuego del Espíritu de Dios que arde en nuestro interior. Esta orden a los tesalonicenses es similar a los recordatorios que Pablo dio a Timoteo: "que avives el fuego del don de Dios que hay en ti" (2 Timoteo 1:6, NBLA) y "No descuides el don espiritual que está en ti, que te fue conferido por medio de la profecía con la imposición de manos del presbiterio" (1 Timoteo 4:14, NTV).
La Biblia con frecuencia describe la presencia del Señor como "un fuego consumidor" (Éxodo 3:2; 24:17; Hebreos 12:29). El fuego representa celo, pasión, entusiasmo, poder, iluminación y pureza. El fuego de la presencia de Dios existe en cada cristiano mediante el don del Espíritu Santo que mora en él (Romanos 8:9; Salmo 51:11; 1 Corintios 3:16; Efesios 2:22). Jesús imparte este don bautizándonos con "el Espíritu Santo y con fuego" (Mateo 3:11). En el libro de los Hechos, cuando el Espíritu Santo llenó por primera vez a los creyentes el día de Pentecostés, se posó sobre ellos como "llamas o lenguas de fuego aparecieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Y todos los presentes fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, conforme el Espíritu Santo les daba esa capacidad" (Hechos 2:3-4, NTV).
Como miembro de la Trinidad y Dios mismo, el Espíritu Santo no puede apagarse. Pero puede ser apagado o sofocado cuando nos resistimos a la obra del Espíritu en nuestras propias vidas y en la Iglesia. En el contexto de 1 Tesalonicenses 5, Pablo parece referirse a no apagar el don espiritual de profecía: "No apaguen al Espíritu Santo. No se burlen de las profecías, sino pongan a prueba todo lo que se dice. Retengan lo que es bueno. Aléjense de toda clase de mal" (1 Tesalonicenses 5:19-22, NTV).
La profecía es la "revelación" de la Palabra de Dios; la entrega de la Palabra (de Dios) es la revelación, y la profecía es el canal humano para transmitirla. La Palabra de Dios también se describe como un fuego ardiente e iluminador (Jeremías 5:14; 20:9; 23:28-30; Salmo 119:105). La Palabra de Dios no debe ser suprimida (Colosenses 3:16; 2 Pedro 1:19). Cuando el don de profecía se ejerce correctamente, fortalece, enseña, anima y consuela a la Iglesia (2 Timoteo 3:16; Salmo 19:7-8; Hebreos 4:12-13; Romanos 15:4; Efesios 6:10-17).
El Espíritu Santo actúa en el creyente personalmente y en la vida de la Iglesia. En primer lugar, nos convence de pecado y de nuestra necesidad de salvación (1 Tesalonicenses 1:5). Apagamos el fuego del Espíritu Santo cuando ignoramos o rechazamos Su obra de convencer "al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (Juan 16:8, NBLA).
El Espíritu nos orienta en la vida (Hechos 13:2; 15:28), transforma nuestras circunstancias (Filipenses 1:19), nos anima (Hechos 9:31), nos capacita para compartir el Evangelio (Hechos 1:8; 6:10) y realiza la obra santificadora de transformarnos a imagen de Cristo (2 Corintios 3:18; ver también Romanos 15:16; 2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2). Pero cuando no permitimos que el Espíritu actúe en nuestros corazones o se manifieste en nuestras acciones, apagamos al Espíritu Santo. Si impedimos que el Espíritu se manifieste de la forma que Él desea -cuando actuamos o pensamos de forma contraria a las prácticas y al carácter de Dios-, apagamos al Espíritu Santo en nuestro interior. Al rechazar la guía del Espíritu en nuestras vidas, sofocamos la llama en lugar de avivarla, y detenemos la expresión de los frutos del Espíritu, como "amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad y control propio" (Gálatas 5:22-23, NTV).
Apagar al Espíritu Santo es como contristarlo, en el sentido de que ambos afectan negativamente al creyente, a la Iglesia y al mundo. El Espíritu Santo se entristece cuando nos rebelamos contra Dios (Efesios 4:30; Isaías 63:10). Cuando seguimos nuestros propios deseos mundanos, apagamos el Espíritu Santo en nuestro interior. Impedimos el crecimiento de la piedad personal, lo que a su vez socava la santidad de la Iglesia y causa tristeza y angustia al Espíritu de Dios.
Cuando "no apagamos al Espíritu Santo" (1 Tesalonicenses 5:19), Él arde en nuestro interior como una letra viva escrita en las tablas de nuestro corazón (2 Corintios 3:3). Nuestras vidas arden para hacer brillar la verdad, la luz y el amor de Dios a todos los que nos encontremos (Hechos 11:23; Juan 3:21). Cuando no apagamos el Espíritu Santo, Su ardiente presencia trae unidad, bendiciones y comunión (2 Corintios 13:14; Filipenses 2:1, 1 Pedro 4:14), junto con libertad, paz y vida de resurrección (2 Corintios 3:17; Romanos 8:2, 5-11). Como el fuego del altar del templo no debía apagarse nunca (Levítico 6:12), así nosotros no debemos apagar nunca el Espíritu Santo de Dios en el altar de nuestros corazones.
En el texto original, el verbo "apagar" que se utiliza aquí habla de suprimir el fuego o sofocar una llama. El Espíritu Santo es como un fuego que mora en cada creyente. Cuando Pablo escribe: "No apaguen el Espíritu", está advirtiendo a los cristianos que no suprimamos el fuego del Espíritu de Dios que arde en nuestro interior. Esta orden a los tesalonicenses es similar a los recordatorios que Pablo dio a Timoteo: "que avives el fuego del don de Dios que hay en ti" (2 Timoteo 1:6, NBLA) y "No descuides el don espiritual que está en ti, que te fue conferido por medio de la profecía con la imposición de manos del presbiterio" (1 Timoteo 4:14, NTV).
La Biblia con frecuencia describe la presencia del Señor como "un fuego consumidor" (Éxodo 3:2; 24:17; Hebreos 12:29). El fuego representa celo, pasión, entusiasmo, poder, iluminación y pureza. El fuego de la presencia de Dios existe en cada cristiano mediante el don del Espíritu Santo que mora en él (Romanos 8:9; Salmo 51:11; 1 Corintios 3:16; Efesios 2:22). Jesús imparte este don bautizándonos con "el Espíritu Santo y con fuego" (Mateo 3:11). En el libro de los Hechos, cuando el Espíritu Santo llenó por primera vez a los creyentes el día de Pentecostés, se posó sobre ellos como "llamas o lenguas de fuego aparecieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Y todos los presentes fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, conforme el Espíritu Santo les daba esa capacidad" (Hechos 2:3-4, NTV).
Como miembro de la Trinidad y Dios mismo, el Espíritu Santo no puede apagarse. Pero puede ser apagado o sofocado cuando nos resistimos a la obra del Espíritu en nuestras propias vidas y en la Iglesia. En el contexto de 1 Tesalonicenses 5, Pablo parece referirse a no apagar el don espiritual de profecía: "No apaguen al Espíritu Santo. No se burlen de las profecías, sino pongan a prueba todo lo que se dice. Retengan lo que es bueno. Aléjense de toda clase de mal" (1 Tesalonicenses 5:19-22, NTV).
La profecía es la "revelación" de la Palabra de Dios; la entrega de la Palabra (de Dios) es la revelación, y la profecía es el canal humano para transmitirla. La Palabra de Dios también se describe como un fuego ardiente e iluminador (Jeremías 5:14; 20:9; 23:28-30; Salmo 119:105). La Palabra de Dios no debe ser suprimida (Colosenses 3:16; 2 Pedro 1:19). Cuando el don de profecía se ejerce correctamente, fortalece, enseña, anima y consuela a la Iglesia (2 Timoteo 3:16; Salmo 19:7-8; Hebreos 4:12-13; Romanos 15:4; Efesios 6:10-17).
El Espíritu Santo actúa en el creyente personalmente y en la vida de la Iglesia. En primer lugar, nos convence de pecado y de nuestra necesidad de salvación (1 Tesalonicenses 1:5). Apagamos el fuego del Espíritu Santo cuando ignoramos o rechazamos Su obra de convencer "al mundo de pecado, de justicia y de juicio" (Juan 16:8, NBLA).
El Espíritu nos orienta en la vida (Hechos 13:2; 15:28), transforma nuestras circunstancias (Filipenses 1:19), nos anima (Hechos 9:31), nos capacita para compartir el Evangelio (Hechos 1:8; 6:10) y realiza la obra santificadora de transformarnos a imagen de Cristo (2 Corintios 3:18; ver también Romanos 15:16; 2 Tesalonicenses 2:13; 1 Pedro 1:2). Pero cuando no permitimos que el Espíritu actúe en nuestros corazones o se manifieste en nuestras acciones, apagamos al Espíritu Santo. Si impedimos que el Espíritu se manifieste de la forma que Él desea -cuando actuamos o pensamos de forma contraria a las prácticas y al carácter de Dios-, apagamos al Espíritu Santo en nuestro interior. Al rechazar la guía del Espíritu en nuestras vidas, sofocamos la llama en lugar de avivarla, y detenemos la expresión de los frutos del Espíritu, como "amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad, humildad y control propio" (Gálatas 5:22-23, NTV).
Apagar al Espíritu Santo es como contristarlo, en el sentido de que ambos afectan negativamente al creyente, a la Iglesia y al mundo. El Espíritu Santo se entristece cuando nos rebelamos contra Dios (Efesios 4:30; Isaías 63:10). Cuando seguimos nuestros propios deseos mundanos, apagamos el Espíritu Santo en nuestro interior. Impedimos el crecimiento de la piedad personal, lo que a su vez socava la santidad de la Iglesia y causa tristeza y angustia al Espíritu de Dios.
Cuando "no apagamos al Espíritu Santo" (1 Tesalonicenses 5:19), Él arde en nuestro interior como una letra viva escrita en las tablas de nuestro corazón (2 Corintios 3:3). Nuestras vidas arden para hacer brillar la verdad, la luz y el amor de Dios a todos los que nos encontremos (Hechos 11:23; Juan 3:21). Cuando no apagamos el Espíritu Santo, Su ardiente presencia trae unidad, bendiciones y comunión (2 Corintios 13:14; Filipenses 2:1, 1 Pedro 4:14), junto con libertad, paz y vida de resurrección (2 Corintios 3:17; Romanos 8:2, 5-11). Como el fuego del altar del templo no debía apagarse nunca (Levítico 6:12), así nosotros no debemos apagar nunca el Espíritu Santo de Dios en el altar de nuestros corazones.