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Pregunta

¿Quién es el hombre a los ojos de Dios?

Respuesta


A los ojos de Dios, el hombre es una preocupación principal y el objeto de su amor y compasión. En el Salmo 8:3-8, David se maravilla de la majestuosidad de Dios como creador del universo que, aun así, se fija en los seres humanos con tanta atención amorosa: "Cuando veo tus cielos, obra de tus dedos, La luna y las estrellas que tú formaste, Digo: ¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, Y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, Y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; Todo lo pusiste debajo de sus pies: Ovejas y bueyes, todo ello, Y asimismo las bestias del campo, Las aves de los cielos y los peces del mar; Todo cuanto pasa por los senderos del mar."

A comparación de la grandeza de Dios, el hombre es pequeño e insignificante. En el pasaje anterior, la palabra hebrea que se traduce como "hombre" se refiere a la humanidad en general y resalta la impermanencia y debilidad de la humanidad. Sin embargo, a los ojos de Dios, el hombre es apreciado y profundamente amado (Deuteronomio 7:6; Salmo 103:13; Mateo 6:25-33).

Una de las razones por las que Dios valora tanto a los humanos es que los creó a su propia imagen y semejanza (véase Génesis 1:26-27; 9:6; Efesios 4:24). Esto no significa que físicamente nos parezcamos a Dios, sino que estamos hechos para parecernos y reflejar la imagen de Dios mental, moral y socialmente. Dios distinguió a los humanos de los animales para gobernar sobre su creación (Génesis 1:28; cf. Salmo 8:6-8). A los ojos de Dios, al hombre se le confía la gestión y el buen cuidado de la tierra y todo lo que hay en ella. Los humanos tienen la inteligencia para razonar y escoger, reflejando la inteligencia de Dios y la libertad de voluntad. Estamos hechos para replicar la santidad de Dios y reflejar su naturaleza trina a través de nuestro anhelo innato de relaciones y construcción de comunidades. Desde el principio, Dios nos diseñó para ser sus representantes en el mundo y tener dominio sobre todos los demás seres.

Lamentablemente, nosotros los humanos tendemos a tener una visión distorsionada de nosotros mismos. A menudo nos valoramos demasiado, sin ser conscientes de nuestra total impotencia sin Dios. Nos volvemos "sabios en [nuestros] propia opinión" (Proverbios 3:7; véase también Proverbios 12:15), pero el Señor nos ve tal como somos (Proverbios 16:2). Podemos pensar que somos autosuficientes, económicamente seguros, y que tenemos todo lo que necesitamos. Pero sin el Señor, somos "desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos" (Apocalipsis 3:17).

Dios humilló a los israelitas en el desierto, alimentándolos con maná para que aprendieran a confiar y depender de Él y de Su Palabra diariamente para satisfacer todas sus necesidades (Deuteronomio 8:3; Mateo 4:4). Él hace lo mismo por nosotros hoy (Juan 15:4-5; 2 Corintios 3:4-5; Filipenses 4:11-19). Dios quiere que dependamos completamente de Él para todo en esta vida (2 Corintios 6:17-18; Job 12:10; 34:14-15; Hechos 17:24-28).

Tan precioso es el hombre a los ojos de Dios, que el Padre envió a su único Hijo a morir en la cruz para que "todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16). Estábamos indefensos y sin esperanza para salvarnos a nosotros mismos (Juan 6:44; Romanos 3:10-18; Efesios 2:8–9, 12). Por esta razón, Jesús se humilló y se hizo hombre (Hebreos 2:7, 9). Escogió experimentar sufrimiento y muerte, tal como nosotros. Jesús "gustó la muerte por todos" (versículo 9). Tomó nuestra naturaleza y se hizo como nosotros, menos el pecado y la rebelión que manchan nuestra existencia. A través de Su muerte, Jesús rompió el poder de la muerte para nosotros (Hebreos 2:14-15) para que pudiéramos experimentar la vida eterna (Juan 11:25-26; 1 Juan 5:11-12, 20; Romanos 5:21; Hebreos 5:9).

Cuando recibimos a Jesucristo como Señor y Salvador, se nos da el derecho de ser hijos de Dios (Juan 1:12-13). A través de la fe en Jesucristo, nos convertimos en hijos e hijas de Dios (Gálatas 3:26; 4:4-5). A los ojos de Dios, todo hombre o mujer que está en Cristo es perdonado, limpiado y liberado de la dominación del pecado (1 Juan 1:7-9; Efesios 1:7; Romanos 8:1; Gálatas 5:1; Juan 8:36). Dios ahora nos ve como justos, santos y redimidos en Jesucristo (1 Corintios 1:30; 2 Corintios 5:21; Romanos 3:21-22).

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